Cuando el emperador Wu Ti murió en su vasto lecho, en lo más profundo del palacio imperial, nadie se dio cuenta. Todos estaban demasiado ocupados en obedecer sus órdenes. El único que lo supo fue Wang Mang, el primer ministro, hombre ambicioso que aspiraba al trono. No dijo nada y ocultó el cadáver. Transcurrió un año de increíble prosperidad para el imperio. Hasta que, por fin, Wang Mang mostró al pueblo el esqueleto pelado, del difunto emperador. ¿Veis? -dijo- Durante un año un muerto se sentó en el trono. Y quien realmente gobernó fui yo. Merezco ser el emperador.
El pueblo, complacido, lo sentó en el trono y luego lo mató, para que fuese tan perfecto como su predecesor y la prosperidad del imperio continuase.
Marco Denevi
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Aballay, de la gauchesca al spaghetti western
De la gauchesca al spaghetti western
Página 12
Basado en un cuento de Antonio Di Benedetto, Aballay es un film épico cuyos dos héroes y antagonistas cargan dentro de sí la dualidad del bien y el mal y a quienes el destino pondrá frente a frente en las circunstancias menos pensadas. |
“... Mientras tanto, el
gaucho argentino era marginado cuando no perseguido y servía de peón o
instrumento de los caudillos de turno. El protagonista de nuestra
historia es la dolorosa síntesis de esa época.” El texto es un fragmento
de aquel con el que Leonardo Favio prologaba su Juan Moreira (1973),
una de sus más grandes películas y tal vez el último antecedente serio
del western realizado en la Argentina. La cita a aquel texto no es
ociosa para hablar del estreno de Aballay, el hombre sin miedo, nuevo
trabajo de Fernando Spiner, no sólo porque ambos films comparten el
género, sino porque los dos también utilizan una misma idea de Historia
para contar sus historias. Aballay retoma a Moreira, del mismo modo en
que Spiner se toma de la mano de Favio para andar sobre seguro. Pero las
discrepancias entre una y otra también son notorias. Para empezar puede
mencionarse que mientras el personaje de la película de Spiner está
basado en una obra de ficción –el soberbio cuento homónimo del mendocino
Antonio Di Benedetto–, Moreira fue un personaje real, aunque luego lo
haya revivido Eduardo Gutiérrez en una de las más exitosas novelas
argentinas de finales del siglo XIX. Esa diferencia de origen es
fundamental para marcar los recorridos diversos de una película y otra.Así
como Favio trabaja sobre un verosímil íntimamente ligado al relato
social del que proviene, del mismo modo Spiner aparece influenciado por
el origen literario de su personaje. No debe entonces pasarse por alto
el interesante trabajo de adaptación realizado por el director-guionista
y su equipo de colaboradores, que supieron encontrar una línea
cinematográfica en el cuento de Di Benedetto, que está pensado mucho más
desde un conflicto íntimo (el sentimiento de culpa de un gaucho que ha
asesinado a un hombre frente a la mirada de su pequeño hijo) que
exterior. Spiner toma sobre todo la anécdota final del cuento del
mendocino y a partir de allí genera todo un relato previo, que desde el
cine suma a la historia lo que la literatura no necesitaba contar.
Aballay es el jefe de una banda de gauchos cuatreros que gobierna a su gavilla desde el terror. Pero aunque sus hombres le temen, no falta quien le haga frente: es evidente que el Muerto es, entre ellos, quien más se le atreve en la disputa por el poder. Cuando la banda asalta en medio de las montañas desiertas a una carreta custodiada por oficiales del ejército, Aballay demuestra todo su salvajismo abriéndole el cuello al último e indefenso pasajero. Pero mientras sus hombres enseguida se dan a la fuga con el cargamento de oro que venía en la carreta, Aballay se queda y descubre oculto en un cofre al hijo del hombre que acaba de matar. En esa mirada inocente reconocerá el horror del que ha sido capaz. Al contrario de Moreira –un hombre bueno al que la injusticia empuja a la brutalidad–, Aballay acepta la injusticia en sus propios actos y buscará redención.
A Spiner le alcanza ese intenso cruce de miradas entre la atrocidad y la inocencia para obtener los polos del relato, que a partir de ahí se repelerán hasta un enfrentamiento inevitable. Mientras el protagonista decide montarse a su caballo para no bajarse nunca más, emulando a los antiguos estilitas que montaban columnas para alejarse del suelo en que habían pecado, aquel niño crece devorado por el ansia de vengar a su padre. Borges solía destacar al western como la llama que mantenía vivo al género épico en el siglo XX. Y Aballay es un film épico, sin lugar a dudas, cuyos dos héroes cargan dentro de sí la dualidad del bien y el mal, y a quienes el destino pondrá frente a frente en las circunstancias menos pensadas. Querrá también ese destino (manejado por el hábil trío de guionistas), que en el medio ocurra el amor; que el Muerto, devenido en maligno juez de Paz de un pueblito perdido, se convierta en un impensado enemigo común. Y por supuesto, que todo cierre con un eficaz tiroteo y un duelo final que, con toda intención, huelen más al tuco del spaghetti servido por Leone, que a los clásicos manjares de Ford, Hawks y el resto de los muchachos al norte del río Bravo. Ojalá Aballay resulte el primer paso de un camino que puede ser, como ya lo ha sido, muy rico para el cine argentino en tanto industria, pero también como medio para repensar la Historia. Es un deseo.
7 -ABALLAY, EL HOMBRE SIN MIEDO
Argentina, 2010.
Dirección: Fernando Spiner.
Guión: Fernando Spiner, Javier Diment y Santiago Hadida, basado en el cuento homónimo de Antonio Di Benedetto.
Fotografía: Claudio Beiza.
Música: Gustavo Pomeranec.
Intérpretes: Pablo Cedrón, Claudio Rissi, Nazareno Casero, Moro Anghileri, Gabriel Goity, Lautaro Delgado y Luis Ziembrowski.
Vía: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-22079-2011-06-23.html
Aballay es el jefe de una banda de gauchos cuatreros que gobierna a su gavilla desde el terror. Pero aunque sus hombres le temen, no falta quien le haga frente: es evidente que el Muerto es, entre ellos, quien más se le atreve en la disputa por el poder. Cuando la banda asalta en medio de las montañas desiertas a una carreta custodiada por oficiales del ejército, Aballay demuestra todo su salvajismo abriéndole el cuello al último e indefenso pasajero. Pero mientras sus hombres enseguida se dan a la fuga con el cargamento de oro que venía en la carreta, Aballay se queda y descubre oculto en un cofre al hijo del hombre que acaba de matar. En esa mirada inocente reconocerá el horror del que ha sido capaz. Al contrario de Moreira –un hombre bueno al que la injusticia empuja a la brutalidad–, Aballay acepta la injusticia en sus propios actos y buscará redención.
A Spiner le alcanza ese intenso cruce de miradas entre la atrocidad y la inocencia para obtener los polos del relato, que a partir de ahí se repelerán hasta un enfrentamiento inevitable. Mientras el protagonista decide montarse a su caballo para no bajarse nunca más, emulando a los antiguos estilitas que montaban columnas para alejarse del suelo en que habían pecado, aquel niño crece devorado por el ansia de vengar a su padre. Borges solía destacar al western como la llama que mantenía vivo al género épico en el siglo XX. Y Aballay es un film épico, sin lugar a dudas, cuyos dos héroes cargan dentro de sí la dualidad del bien y el mal, y a quienes el destino pondrá frente a frente en las circunstancias menos pensadas. Querrá también ese destino (manejado por el hábil trío de guionistas), que en el medio ocurra el amor; que el Muerto, devenido en maligno juez de Paz de un pueblito perdido, se convierta en un impensado enemigo común. Y por supuesto, que todo cierre con un eficaz tiroteo y un duelo final que, con toda intención, huelen más al tuco del spaghetti servido por Leone, que a los clásicos manjares de Ford, Hawks y el resto de los muchachos al norte del río Bravo. Ojalá Aballay resulte el primer paso de un camino que puede ser, como ya lo ha sido, muy rico para el cine argentino en tanto industria, pero también como medio para repensar la Historia. Es un deseo.
7 -ABALLAY, EL HOMBRE SIN MIEDO
Argentina, 2010.
Dirección: Fernando Spiner.
Guión: Fernando Spiner, Javier Diment y Santiago Hadida, basado en el cuento homónimo de Antonio Di Benedetto.
Fotografía: Claudio Beiza.
Música: Gustavo Pomeranec.
Intérpretes: Pablo Cedrón, Claudio Rissi, Nazareno Casero, Moro Anghileri, Gabriel Goity, Lautaro Delgado y Luis Ziembrowski.
Vía: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-22079-2011-06-23.html
Rashomon
Era un frío atardecer. Bajo Rashômon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashômon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa ¹ o nobles con elmomiebosh ², podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashômon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado.
En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados.
Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.
Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kyoto.
Por eso quizás, hubiera sido mejor aclarar: " el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir". Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalisme de este sirviente de la época Heian.
Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que, tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sujaku.
La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashômon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro veíase una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada. "Para escapar a esta maldita suerte"—pensó el sirviente—, "no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo pues si empezara a pensar, sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo... "Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese "si no elijo... "quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir "si no... "demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente: "no me queda otro remedio que convertirme en ladrón".
Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido.
Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.
El sirviente descubrió otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podía molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su katana ³ de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con zôri 4 sobre el primer peldaño.
Minutos después, en mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashômon, un hombre acurrucado como un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir el sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashômon, en una noche de lluvia como aquélla?
Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre.
Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más densa la sombra en los restantes miembros.
Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez.
El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.
Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer.
Poseído más por el horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano, la cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía desprenderse fácilmente.
A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio— pronto lo comprobó— no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo que simbolizase "el mal", por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón— el problema que él mismo se habla planteado hacía unos instantes— no habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso.
Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashômon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón.
Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su katana, en una zancada se plantó ante la vieja. Volvióse ésta aterrada, y al ver al hombre, retrocedió bruscamente, tambaleándose.
—¡ Adónde vas, vieja infeliz!— gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.
La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo( de puro hueso y piel, más bien parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia:
—¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; si no, hablará esto por mí.
Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó su katana y puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos desorbitadas. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo:
—Escucha. No soy ningún funcionario del Kebiishi 5. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso, no tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento.
La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del sirviente:
—Yo, sacaba los cabellos... sacaba los cabellos... para hacer pelucas...
Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la repugnancia le invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró con su voz sorda y ronca:
—Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me perdonaría.
Mientras tanto el sirviente había guardado su katana, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar( entre elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento.
—¿Estás segura de lo que dices? —preguntó en tono malicioso y burlón.
De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza:
—Y bien, no me guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre.
Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad de la noche.
Un momento después la vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le cayeron sobre la cara.
Abajo, sólo la noche negra y muda.
Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe.
Notas
1 Sombrero antiguo para dama, de paja o tela laqueada, según la clase social. Designa a la dama que emplea dicho sombrero.
2 Antiguo gorro empleado por los nobles y samurais. Designa a los nobles o samurais que llevan dicho gorro.
3 Espada japonesa.
4 Calzado similar a la sandalia, hecho en base a paja de arroz
5 Alto Comisariato instituido por la Corte Imperial en el año 816, como medida contra los perturbadores del orden.
vía: http://www.letrasperdidas.galeon.com/consagrados/c_akutagawa02.htm
vía: http://www.letrasperdidas.galeon.com/consagrados/c_akutagawa02.htm
Ophlin

Sería inapropiado fantasear que Oplhin es una ciudad portuaria, pues carece de puertos, de muelles, de embarcaciones, de marinos y de toda esa actividad incesante que suelen tener las ciudades portuarias.
En lugar de eso, se la puede describir como una gigantesca maza de tablas, nudos y amarres, que se expande sobre el mar, desafiante y caprichosa. Dadas sus dimensiones, una gaviota desde su vuelo podría confundirla con un islote. No obstante, fue la mano del hombre y no la de los dioses quien tuviera el atrevimiento de crear semejante lugar.
Su estructura, calles, viviendas y comercios, están improvisados sobre bloques de madera y troncos amarrados, enmohecidos y putrefactos por los años, castigados por el oleaje, la sal y los vientos.
Entre mástiles y velas, prosperan las granjas con sus cultivos y animales de crianza. No es raro encontrar también árboles y hasta pequeñas alimañas que pululan en un habitad casi natural.
Ophlin, a diferencia de otras ciudades, no tiene una forma establecida ni es posible construir un mapa que sea de utilidad. Su anatomía cambia según lo dispongan los enormes bloques flotantes que la conforman; y estos a su vez, según el antojo de sus habitantes.
No hay gobierno general establecido, y no existe otra ley que la del sentido común.
La vida en Ophlin es simple: las mañanas son ardientes, los atardeceres ocre, y las noches azulinas. En las tabernas los hombres ríen y festejan canciones de borrachera; las calles, jamás silenciosas, susurran historias de trifulcas fabuladas, de tesoros escondidos y de apariciones abominables.
Ophlin no está conectada con ninguna otra urbe. No existen rutas de acceso ni de comercio, pues como sus pobladores necesitan poco la ciudad se autoabastece.
A este lugar solo se llega por milagro y nadie se ha preguntado jamás como salir.
Dioses con tridentes velan por ella, ahuyentando vientos, tempestades y curiosos.
Por las noches se relatan historias de naufragios para asustar a los chicos, que se duermen temerosos prometiendo ser más buenos al día siguiente.
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