Viaje a Congreso

Viajaba en subte, tenía que bajar en Congreso o en Congreso de Tucumán, no sabía exactamente dónde.
Vivo en el sur, algunos lugares de la ciudad me son ajenos, como si se tratara de alguna de esas comidas que los médicos prohíben por el propio bien de los pacientes. De haber sido Congreso mi destino, seguramente hubiere prestado mayor atención, porque las palomas siempre me preocuparon mucho más que a los políticos. A ellas les gusta caminar entre la gente porque creen que no existe peligro en esa actividad, y por esto mismo, viven y mueren creyendo que tienen el derecho de apropiárselo todo. En cambio los políticos, son más rapaces. Seducen con sonrisas y palabras que nadie cree hasta alcanzar –a cualquier precio- los espacios más altos, los nidos más estables.
Entre políticos y palomas también hay quiénes buscan otras cosas. Estas personas son dignas de admiración. Pues ante el irremediable hecho de haber sido desfavorecidas por los envites del destino no se contentan ni con las penas ni con la bronca.
Un viejo con los ojos muertos se acerca. Me mira con la resignación que tienen los recuerdos funestos. Es otro miércoles, y en el Congreso los jubilados se siguen juntando a reclamar. ¿Para qué? ¿Por qué mejor no juntarse con los otros viejos que tiran maíces a las palomas? Muchos pronto morirán y sus reclamos pasarán a los archivos del otro jefe, ese que vive todavía más alto y que nunca se acuerda de leer petitorios. No tuve que pensar más en esto, me alejé cuando me di cuenta de que en realidad se trataba de otro sitio el que andaba buscando. Congreso de Tucumán, aquella reunión de aristócratas que habían dado independencia a nuestra gran nación en 1819. Aquella, sin lugar a dudas, era gente distinguida. ¿Será por eso que en ese otro rincón de la ciudad viva también gente muy distinguida? Sus calles están más limpias que otras calles, más iluminadas. Por momentos huelen a flores, no sé si por los perfumes de las señoritas que caminan con las bolsas de las compras o por los jardines privados de los caserones cercanos, pero huelen a velorio. Las personas que pasan me miran y saben que no soy como ellos, alguna seña particular los alerta de que pertenezco a otra parte. Desde el encierro de sus cabinas los guardias de uniforme también me miran. Desmerezco su autoridad. Quizá se me parezcan, con la distancia de que yo elegí la desobediencia a tener que mover el rabo a la bondad del patrón. Es la cárcel del carcelero. Las penas que sufren los que vigilan, y las culpas que tienen os que temen perder lo que jamás tuvieron. Mejor sigo mi camino, para qué complicar sus monotonías.
El tráfico persiste en no detenerse. Los automóviles también hablan de este trozo de ciudad agitada. Siempre llevando señores canosos que ni miran de costado ni bajan el mentón al conducir. Grandes empresarios, personajes que heredaron su título de emperador romano y pasan la vida desentramando intrigas de obscenos libertarios.
En los carteles por todas partes se lee: delivery, rebate, happy hour. Recuerdo aquellos tiempos en que teníamos que aprender inglés para pertenecer. Cuántos daños estéticos, cuánta correspondencia. La fina letra dorada de la marca arroja, como siempre, desprecio sobre el negro del cartón. Mejor regreso, creo que en realidad quedaba en otra parte. El subte de Buenos Aires deja de funcionar temprano los días domingo y mi barrio es bastante lejano, queda en esa otra extraña parte de la ciudad donde las tribus van siempre erguidas con auténtica vanidad anárquica.

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